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El pequeño hombrecito de plastilina estaba sentado en la repisa, sobre el cenicero vacío. Blanco, blando, sonriente. Único sobreviviente de una estirpe destinada a morir aplastada en el suelo de madera de una habitación con poca luz.
Y de él no se iba a enamorar. Imposible. Ni de él, ni de nada que tenga o no que ver.
Aunque le costaba entender por qué lo había dejado con vida. Porque era diferente.
Nada nunca era diferente, siempre rompía en mil pedazos lo que lograba. Eso podría tener una connotación, comenzaba a temer. Reflejar aquello que podría estar empezando a gestarse dentro suyo. Obviamente nada estaba gestandose dentro suyo y desvariaba paranoicamente por el simple hecho de alimentarse a base de soledad desde que pretendía recordar.
Miró la hora, era el momento. Se asomó por la ventana y lo vio pasar. Siempre tan diferente al resto. Pero nadie nunca es diferente. Podría gritarle, claro. Pero no quería molestarlo. Lo extrañaba, claro. Pero no quería mostrar rasgos de desesperación o necesidad. El silencio es el mejor amigo del humano en estos casos.
Café en la cocina, telefono que suena y la misma voz de ayer, que resuena:
- Puedo saber que algo tenés que decir.
- Nunca antes nadie había sido diferente.
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