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Capítulo 3

El pequeño hombrecito de plastilina estaba sentado en la repisa, sobre el cenicero vacío. Blanco, blando, sonriente. Único sobreviviente de una estirpe destinada a morir aplastada en el suelo de madera de una habitación con poca luz.
Y de él no se iba a enamorar. Imposible. Ni de él, ni de nada que tenga o no que ver.
Aunque le costaba entender por qué lo había dejado con vida. Porque era diferente.
Nada nunca era diferente, siempre rompía en mil pedazos lo que lograba. Eso podría tener una connotación, comenzaba a temer. Reflejar aquello que podría estar empezando a gestarse dentro suyo. Obviamente nada estaba gestandose dentro suyo y desvariaba paranoicamente por el simple hecho de alimentarse a base de soledad desde que pretendía recordar.
Miró la hora, era el momento. Se asomó por la ventana y lo vio pasar. Siempre tan diferente al resto. Pero nadie nunca es diferente. Podría gritarle, claro. Pero no quería molestarlo. Lo extrañaba, claro. Pero no quería mostrar rasgos de desesperación o necesidad. El silencio es el mejor amigo del humano en estos casos.
Café en la cocina, telefono que suena y la misma voz de ayer, que resuena:

- Puedo saber que algo tenés que decir.
- Nunca antes nadie había sido diferente.

Capítuo 2

Hermosura, sos una masa amorfa. Te reviento contra el suelo de madera. Mirá, no existis. Vos tampoco y vos tampoco. Y a quién carajo se le ocurre llamar ahora.


Ahora si llueve. Cierra la ventana porque le entra agua y no puede pensar. Además, se le puede arruinar la computadora. Hace un rato llamó alguien. No era el viejo-del-número-eternamente-equivocado, sino la persona que no debe llamar en momentos críticos como ese, cuando ya el poder divino se esfumó entre la plastilina blanca y el suelo.
Dios no quiere ver a nadie. Dios no quiere salir de su habitación ni enfrentar la realidad. Así que seguirá en su fantasía.
Entre la masa blanquecina pegada en el suelo, quedaba un ser aún en pie.
- Vos sos distinto, a vos te quiero.
Le dibujó una sonrisa con un escarbadiente y un par de ojos. Lo sentó en la repisa. No lo iba a matar a él. Porque era especial y no sabía la razón. Su primera creación que no sucumbiría inmediatamente. Viviría por siempre, a menos que se transformase en otro traidor más. Un ángel, el primero de su tropa. El único que por ahora acompañaría a Dios.

- Dejé a uno vivo.
- Vos nunca dejás a ninguno vivo cuando te dan tus ataques.
- Ya sé, pero este era diferente.
- Son todos iguales.
- Este era diferente.
- Cuidado, entonces. No te vayas a enamorar.

Capítulo 1

(Esta va a ser la tercer novela que intento escribir. La primera la terminé, pero tenía 13 años, es muy infantil y muy hachística. La segunda murió al segundo o tercer capítulo, y la tercera se transformó en un diario que nunca continué. Veamos que pasa con esta. Bleh, creo que lo que quiero decir es que esta novela será una manera de mantenerme ocupada cuando me pinte escribir, y la pongo acá porque será un "preliminar". Posiblemente la definitiva vaya a una editorial, o a la papelera de reciclaje. La otra opción, y la más segura, es que nunca haya una definitiva porque voy a dejar la novela apenas la empiece, costumbre maldita)

Capítulo 1:

- Yo sabía que iba a terminar mal.

En su mente siempre llueve. Tiende a llenar de lluvia todos sus recuerdos importantes, como si necesitara de ella para grabarlos eternamente en su memoria. Para poetizarlos o vaya a saber porque. Pero siempre llueve y con el tiempo se olvida si esa lluvia existió realmente o la inventó.
Porque inventar es algo que le sale bien: inventar recetas, inventar historias que nunca nadie va a creer pero reconfortan, inventar objetos nuevos que no cumplen su función. En el fondo quiere inventarse una nueva vida.
Mientras inventa una civilización de hombres de plastilina, suena el telefono. El viejo-del-número-eternamente-equivocado interrumpió su momento de Dios. Ahora de nuevo, el primer día con toda la bronca porque hacía un rato ya andaba por el sexto. Pero si la cosa se interrumpe, otra vez al inicio, retrocede todas las casillas. Esas eran las reglas del juego que se jugaba de a uno en las tardes de aburrimiento y ambición divina. Coleccionaba esos momentos en su mente, para llenarlos de lluvia aunque no fuesen trascendentes. Algún día, cuando de plastilina fuese el mundo y el último de carne fuera Dios, importancia cobrarían.
Terminada la pequeña población, los reunía. Una especie sin rasgos distintivos, sin individualidad. Todos exactamente iguales. Genética comunista fruto de un par de manos aburridas y con deseos de poder.
Guionaba entonces la vida que tendrían, imaginaba la historia de cada uno, aventuras y desventuras. El futuro de ellos estaba en sus manos. Porque era Dios. En minutos que equivalían a años para la pequeña generación, hacía que se enamoren, se rompan el corazón unos a otros, rian, lloren, tengan y pierdan las esperanzas, hasta matarlos. Simplemente los aplastaba con la palma de su mano. Y reía amargamente, diciendole a cada uno lo mismo que al anterior:

- Yo sabía que iba a terminar mal.

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